De nuevo ahí está. Esa caja que huele delicioso, cada mes compran una, llena de chocolates: con leche, blancos, amargos, con relleno líquido, con almendras y nueces, con cerezas y hasta con licores. Cada mes traen una caja diferente y a pesar de que yo siempre les pido que me regalen al menos uno, siempre me ignoran y me dan solo una galleta de extraño sabor.
Pero hoy no hay nadie más en casa, y ellos dejaron la caja abierta, al fin es mi oportunidad de probar esa delicia que tanto les gusta. Quedan muy pocos, pero si me los como todos, tal vez se den cuenta de que a mí también me gustan mucho, y ya no me ignoren cuando se los empiecen a comer.
Devoro cada uno de los chocolates que quedaban, me hubiera gustado comerlos más despacio, pero después de esa primera explosión de sabor, no pude parar. Cuando termino, voy al sillón a descansar.
Creo que me comí los chocolates muy rápido, porque empiezo a sentirme un poco mal, tal vez la próxima vez debería comer más lento, como ellos lo hacen, riendo y hablando entre cada bocado.
No sé cuánto tiempo dormí, pero estoy seguro de que no estoy en mi casa. Todo es blanco y tengo mucho frío. Hay dos hombres grandes frente a mí, siento a uno de ellos detenerme firmemente contra una plancha de metal. El otro me toca el estómago, me revisa los ojos, la garganta y el corazón.
– No se preocupen –Dice el hombre que me revisaba, mientras ve unos papeles. –No es nada grave, al parecer pudo vomitar la mayor parte. Basta con que lo mantengamos en observación unas horas. –Baja la mirada hacia mí, me acaricia la cabeza y sonríe. –Y, Rayito, yo sé que los chocolates huelen muy rico, pero ya viste que te hacen mucho daño, mejor te regalo estos premios que sí puedes comer y que te garantizo que saben delicioso.