El castigo de Egaeus
Ejercicio a modo de Fanfic. Secuela de Berenice de Edgar Allan Poe
Desperté con el sol en lo alto, sin saber qué había pasado la noche anterior. Me encontraba recostado en el suelo de la biblioteca, encorvado sobre mí mismo, casi en posición fetal. Mis ropas estaban llenas de tierra y sangre. Llamé a mi criado para ver si podía ayudarme a entender qué estaba pasando, pero nadie respondió.
Salí de la habitación, pero la mansión estaba completamente deshabitada, parecía como si todos se hubieran ido durante la noche sin dar aviso. Lo último que recuerdo es la muerte de Berenice, que fue enterrada apenas el día anterior. Es imposible que todos hayan partido tan rápidamente sin dejar un solo rastro.
Mi mente se encontraba completamente perturbada, no lograba comprender los acontecimientos que siguieron a la muerte de mi amada esposa. Recuerdo que, al regreso del funeral, me había encerrado de nuevo en la biblioteca, sin ánimos de ver a nadie, pero no recuerdo haber escuchado las puertas abrirse en toda la noche y debió haber ruido si de pronto todos los criados se marcharan.
En medio de mis cavilaciones, regresé a la biblioteca, con la esperanza de encontrar alguna respuesta. Desde la puerta, vi a lo lejos un pequeño instrumento brillante, como el que usan los médicos, me acerqué a verlo y todo regresó a mi mente:
Los dientes, esos dientes que nublaron mi pensamiento por tanto tiempo durante la enfermedad de Berenice, esas pequeñas perlas dignas de cualquier ornamento maravilloso, que jamás pude ser capaz de contemplar en todo su esplendor. ¿Jamás? No, sí lo hice, por la noche entré en un trance que me obligó a ir en su búsqueda hasta… Su tumba. ¡Yo había profanado la tumba de mi esposa!, y aún cuando noté una débil, pero constante señal de que había sido enterrada viva, la dejé morir en medio de ese solitario cementerio y solo tomé esas treinta y dos piezas perfectas e inigualables.
Cuando desperté de ese estado, recuerdo que llegó un criado a advertirme que la tumba de mi esposa había sido profanada. Seguramente, al ver mis ropas, se dio cuenta de que yo había sido el autor de tal atrocidad. Aun así, supongo que prefirió dar aviso a los demás y abandonarme en esta casa, en lugar de llevarme con las autoridades. No sé si podría considerar aquel un noble gesto de su parte o si lo haya hecho solamente por no saber cómo debía actuar en esa situación.
Me pregunto si alguien habrá arreglado el sepulcro, es probable que alguien más haya notado que fue abierta, y si es así, pronto vendrán a comunicarme lo sucedido. Lo mejor es que me cambie y deseche estas prendas, de manera que nadie pueda saber qué fue lo que ocurrió por la noche. También debo dar alguna explicación acerca de la ausencia de mis sirvientes. Ya pensaré en algo.
Primero debo ocultar toda evidencia… ¡Los dientes! Rodaron por el piso cuando se rompió la caja en la que los tenía guardados, pero, ¿dónde están? ¿Se los habrá llevado alguien? Imposible, nadie se animaría a tocarlos.
Recorro lentamente cada rincón de la biblioteca, busco debajo de los muebles, en los libros, en los bordes de los libreros, debajo de las lámparas, incluso dentro de mis bolsillos, pero no logro encontrarlos por ningún lado, debo tratar de recordar dónde pude haberlos colocado.
Al fin, dentro de la base de una estatua que tiene una esquina rota, veo unas pequeñísimas figuras blancas que me llaman hacia ellas. Empiezo a sacarlas lentamente de su escondite, mientras las cuento minuciosamente.
Una, dos, tres, cuatro… veintinueve, treinta, treinta y uno… ¡No es posible! Por la noche eran treinta y dos. No pude haber guardado una sola pieza en otro sitio, no tendría caso que las separara, ¿dónde puede estar?
Guardo los treinta y un dientes en una pequeña bolsita y los coloco en el bolsillo de mi pantalón, mientras me dispongo a buscar el que se encuentra extraviado.
En un segundo, las luces se apagan y me encuentro rodeado de una completa oscuridad, no soy capaz de ver nada, ni siquiera el rayo de sol que aún debería poder apreciarse desde la ventana. Busco alguna vela sobre la mesa, pero no hay ninguna, pareciera como si alguien se hubiera llevado todos los faros del lugar.
Abro la puerta de la biblioteca con la esperanza de tener más suerte en la sala, pero todo está en tinieblas. No soy capaz de ver ni siquiera mis propias manos.
Camino lentamente hacia la puerta principal, aunque sé que corro el riesgo de que alguien vea mi traje sucio y ensangrentado, me digo que al menos la luz me ayudará a pensar qué hacer, pero mi avance es interrumpido por una voz suave que pronuncia mi nombre desde el centro del salón
— ¡Egaeus! —Repite sin cesar la voz misteriosa, con un tono de solemne tristeza.
— Berenice, ¿eres tú? No puede ser, creí que… ¿Dónde estás?
— ¡Egaeus! —Insiste la voz, con un tono más potente y lastimero que hace que tenga que cubrir mis oídos con las manos.
— Berenice, escucha, lo lamento mucho, no sabía lo que hacía, sé que debí haberte sacado de esa maldita tumba, pero no era dueño de mi mente. Te ruego me perdones, buscaré la forma de compensarlo y podremos continuar con nuestras vidas como si nada hubiera pasado.
— ¡Egaeus! —La voz se impregnaba en toda la casa, parecía que cada esquina retornaba ese horrible grito como un eco perpetuo, no podía seguir escuchando, sentía que cada nervio de mi cuerpo se contraía dolorosamente ante cada nuevo llamado.
Las luces se encendieron, deslumbrándome por unos segundos. Cuando al fin conseguí adaptar mi vista, apareció la imagen más aterradora que he visto: Berenice estaba de pie frente a mí, con la cara y el cuerpo cubiertos de tierra, la piel seca y pegada a los huesos, prácticamente momificada en vida, y con una sonrisa que dejaba ver perfectamente el único diente con el que contaba.
Sentí como si me fuera a desmayar, la noche que el criado me encontró con los dientes de Berenice no terminó como yo creía, él sí me había acusado con la policía, y ante las irrefutables pruebas de mi crimen, había sido condenado a la horca al día siguiente. Nadie quería hacer más noticia de aquel hombre capaz de arrancarle los dientes y dejar morir a su débil y hermosa mujer. ¿Entonces qué hago aquí? Es imposible que haya salido vivo de la horca.
— ¡Egaeus! Ha llegado la hora —Dijo como amenaza terrible, antes de cerrar los ojos y dejar todo el ambiente helado. Yo estaba al borde del desvanecimiento, pero me rehusaba a quitar la vista de Berenice— Es bueno volver a verte. Ya solo faltan 30 años más —y sonrió ampliamente con sus dos dientes perfectamente blancos.
Puedes leer el cuento original aquí: http://www.ataun.eus/BIBLIOTECAGRATUITA/Cl%C3%A1sicos%20en%20Espa%C3%B1ol/Edgar%20Allan%20Poe/Berenice.pdf