Memorias

Desde pequeña, tengo una memoria excelente. Puedo recordar perfectamente mi primer día de preescolar; mi primera amiga, Alma, tenía un cabello hermoso, castaño y ondulado. El primer día, tenía un peinado de dos coletas y se veía igual a la muñeca que tenía en mi casa. Después de ese día, siempre usaba trenzas o una coleta, y un enorme moño azul. Mi profesora se llamaba Lucía y me caía muy bien, porque me dejaba llevar algunos juguetes a casa, aunque estuviera prohibido por la escuela.

No tenía muchos juguetes propios, mis papás decían que no era bueno tener tantas distracciones que pudieran matar la imaginación. Eso sí, ellos jugaban conmigo todo el tiempo: a la escuela, a los científicos locos, al teatro, a la cocina… Mi juego favorito era “La orquesta”, donde cada uno inventaba un instrumento diferente con cualquier cosa que se encontrara en la casa. Una vez, yo hice una flauta de varios popotes. No sonaba muy bien, pero a mí me gustaba fingir que era la mejor flautista del país, y a mis papás les encantaba escuchar mis conciertos.

A los seis años, me compraron mi primer instrumento musical, un pequeño violín en donde aprendí a tocar algunas canciones sencillas. Nunca me dediqué profesionalmente a eso, pero era algo que disfrutaba mucho hacer. Las primeras semanas de práctica, los dedos me dolían todo el tiempo, incluso cuando no estaba tocando, pero con el paso de los días, me empezó a parecer magnífica la sensación de las cuerdas en mis dedos, me ayudaba a sentir cada nota y, entre más practicaba, más sentía cómo la música me envolvía y me alejaba de todo lo demás. Así, aprendí a usar el violín como método de relajación. Gracias a él pude superar los primeros ataques de ansiedad que tuve durante la adolescencia y, aún ahora, creo que es lo que me ayuda a mantenerme estable, incluso en los momentos difíciles.

Alma sí se dedicó a estudiar música, al menos eso me contó mi mamá. Cuando iba en la prepa, me dijo que se encontró con la mamá de Alma y que ella le contó que mi amiga había entrado al Conservatorio, creo que estaba estudiando piano. Nunca la he buscado en internet, porque no recuerdo su apellido, pero, quizá tú encuentres algo de ella, tal vez se acuerde de mí.

En la primaria, me hice fan del arte en general. La profesora de tercero, constantemente, nos recomendaba obras de teatro, museos, exposiciones, lecturas, películas y talleres. Además, al menos dos veces al bimestre, íbamos, como grupo, al teatro, a algún museo o al ballet, y, varias veces durante el ciclo escolar, nos visitaron actores, cuentacuentos, escultores, músicos y pintores.

En aquel entonces, mi sueño era convertirme en bailarina, por lo que descansé un tiempo del violín y entré a clases de ballet. Lo que más me gustaba era esa sensación de libertad que da el extender totalmente el cuerpo, estirar los brazos, el cuello, las piernas, el torso, todo hasta su máximo potencial y, al final de la clase, regresar a la normalidad, con el dolor muscular, el cansancio y la sensación de haber alcanzado el infinito en cada movimiento.

Dejé el ballet cuando tenía doce años y me dijeron que estaba lista para empezar a usar “puntas”. El dolor en los dedos era tanto que hizo que me doliera la cabeza todo el día, me dolían los tobillos, la unión de las uñas, hasta la piel me dolía por todo el esfuerzo físico. Traté de hacerlo un par de semanas más, pero cada vez que practicaba aumentaba el dolor, y esa sensación de libertad y el roce con la eternidad se iban apagando, mientras se abrían paso olas de tormento que no se iban ni con hielo, ni con masajes, ni con nada.

A esa edad, entré a la secundaria y ahí me enamoré por primera vez. Ya había escuchado de las “mariposas en el estómago”, pero yo no experimenté nada cercano a eso. Cuando vi a Ricardo por primera vez, sentí un chispazo de energía que bajó rápidamente desde la punta de mi cabeza, hacia mi corazón, luego a mis manos, a mi estómago, a mi vejiga y a mis pies. Fue una sensación tan fuerte que tuve que pedir permiso, la primera hora, del primer día de clases, para ir al baño. El resto del día, me cuidé mucho de no voltear de nuevo a su lugar.

Unas semanas después, Ricardo me saludó como si nada, él se llevaba bien con algunas amigas mías, por lo que debió asumir que también podía tener esa cercanía conmigo. Me preguntó si había entendido unas cosas de la clase de Historia y, aunque no recordaba ni lo que había dicho el maestro, le dije que sí. Esa noche la pasé en vela estudiando la clase, para poder explicarle todo al día siguiente, porque habíamos quedado en estudiar juntos después de la escuela.

Nunca me había sentido tan nerviosa por llevar a alguien a mi casa, aunque tampoco me visitaba mucha gente. Recuerdo que Alma fue unas dos o tres veces a alguna fiesta, y mis amigas de la primaria fueron menos de cinco veces; pero, por alguna razón, el que Ricardo estuviera ahí, hacía que me cuestionara todo: qué tal si mi habitación era demasiado infantil, tal vez sería bueno quitar las muñecas de la repisa y poner un par de libros, o flores, incluso podía fingir que alguien me las regaló; o qué tal si mi cama estaba demasiado prolija, puede ser que, arrugando un poco las sábanas, diera un aspecto más natural; ¿el violín era algo bueno o malo? Quizá le interese la música, pero quizá piense que soy una nerd por tocar algo así y no algo más interesante como la batería.

Al final, aconsejada por mi mamá, no hice ningún cambio y Ricardo quedó encantado con mi casa y con mi habitación. Me dijo que desde niño le gustaba el violín, pero no tenía buena coordinación en las manos y había acabado por dejarlo. No llevaba ni una hora de haber llegado, cuando me pidió que tocara una canción, y yo hice la peor interpretación que alguien haya escuchado de Chopin. Los tiempos estaban mal, las notas sonaban flojas, sin intención, o demasiado tiesas; mis manos no respondían bien, y sentía la boca completamente seca. Me daba tanta vergüenza hacer alguna expresión rara, que dejé el cuerpo rígido y la mirada fija en la nada. Fue la única vez en mi vida en la que el violín me pareció algo sumamente estresante, al punto que, en medio de la pieza, me dieron ganas de llorar de frustración; pero a Ricardo le gustó mi interpretación, o al menos eso dijo, y en ese momento sentí como cada parte de mi cuerpo regresaba a su posición normal. Pude bajar los hombros, destensar la mandíbula, aflojar las manos y los pies, y hasta sentí cómo me encorvé un poco después de la posición forzada en la que me encontraba.

El resto de la tarde transcurrió sin problemas y, cuando se fue a su casa me dijo que ojalá pudiéramos pasar más tardes estudiando juntos. Aunque, en realidad, ni esa ni ninguna otra tarde que nos vimos repasamos un solo tema de la escuela.

Espera, tengo pruebas de que es verdad, todavía tengo a Ricardo en Facebook y en Instagram, estoy segura de que hace poco subió unas fotos de su último viaje. Ya no hablamos, pero a veces me gusta ver sus publicaciones para saber que está bien y que tiene una vida feliz. Si me regresas mi celular te las puedo enseñar, solo lo necesito cinco minutos, te prometo que no voy a hacer nada raro, nada más quiero que veas que lo que digo es cierto.

Creo que es mejor que continúe. Tengo muchos recuerdos de Ricardo, supongo que él también recuerda que fue mi primer novio, duramos juntos los dos últimos años de la secundaria. Durante ese tiempo, terminamos tres veces: la primera, porque unos compañeros corrieron el rumor de que a él le gustaba Susana, una niña del C, y yo me enojé tanto cuando los ví juntos que rompí con él; luego, me enteré de que Susana era su prima y que todo había sido una mala broma. La segunda vez, él me terminó, porque discutimos a causa del paseo por el día del estudiante, el quería que nos sentáramos juntos, pero desde el primer viaje escolar, en primer año, acordamos, mis amigas y yo, de sentarnos las juntas en los últimos asientos del camión; le ofrecí sentarse con nosotras, pero no aceptó y se fue muy indignado. La tercera vez, fue porque discutimos a causa de las parejas para la obra de teatro, y los dos estábamos tan enojados que terminamos la relación al mismo tiempo.

Cuando salimos de la secundaria, solo duramos tres meses más, porque él se quedó en la tarde y yo en la mañana, entonces, aunque lo intentamos, se volvió imposible vernos, entre la escuela, mis clases de violín y sus entrenamientos.

Mariana, una de mis amigas, se quedó conmigo en la prepa. Xime se quedó en la misma escuela que Ricardo y Priscila, Carla se fue a una escuela de paga y Vane se metió a estudiar a una prepa en donde daban carrera técnica, porque estaba segura de que no quería ir a la universidad. Irónicamente, ella fue la única de todo el grupito de amigos que acabó haciendo posgrados y hasta estudió doble carrera.

La última vez que nos vimos fue hace un año, cuando nació el primer hijo de Carla, es la primera de nosotras en tener hijos, por lo tanto, le hicimos un festejo para celebrar la llegada del primer sobrino. Este año también teníamos planes de vernos, pero todo se complicó con la crianza del bebé, la mudanza de Mariana, el cambio de trabajo de Pris y la enfermedad de la mamá de Vane.

En la prepa, di mi primer y único concierto de violín, gracias a Fabián, un amigo que tenía una banda de rock con otros compañeros de la escuela. Como yo era muy tímida, no hablaba con muchas personas, tenía solo dos amigos: él y Nuria, una chica que había conocido en el taller de baile y que, al igual que yo, había tomado clases de ballet de pequeña.

Fabián me convenció de tocar con su banda en un concurso que había realizado la escuela. Como había varias bandas talentosas, ellos querían darle un toque diferente, por lo que los ayudé a hacer un arreglo en violín de “Nothing else matters”. Quedamos en segundo lugar, pero fue una de las experiencias más divertidas que tuve. Cuando terminó el concurso, me invitaron a seguir tocando con ellos; sin embargo, en ese entonces, estaba más enfocada en el grupo de danza.

Con Nuria, iniciamos un pequeño grupo de danza, éramos apenas cuatro personas, pero habíamos logrado presentarnos en varios eventos desde los primeros meses de formación. Debo admitir, que la mayoría de ellos eran de amigos de los papás de Nuria, que nos prestaban sus espacios, para que pudiéramos ganar reconocimiento.

La verdad, no estoy segura de que haya alguna grabación de la canción que toqué con la banda de Fabián, porque en ese entonces no había tantos celulares que pudieran grabar, ni la calidad era tan buena, pero sí estoy segura de que nos grabaron cuando nos presentamos con el grupo de danza en el restaurante del tío de Nuria. Recuerdo que ese día llevaron cámaras y, aunque probablemente nadie lo subió a internet, puede ser que la familia de Nuria todavía conserve esos videos.

La presentación en el restaurante fue el momento en el que más cerca he estado de sentirme como aquella primera vez que toqué el violín para Ricardo. Las piernas me temblaban, sentía la garganta y la boca secas, y mis manos y brazos estaban tan pesados y me costaba tanto moverlos que, continuamente, tenía que revisar que no estuvieran atados. La respiración me quemaba el pecho, era como si, en lugar de que el aire entrara fácilmente, una esfera dura y al rojo vivo tratara de introducirse por mi garganta cada vez que inhalaba.

Los primeros segundos de la canción me parecieron eternos, apenas y alcanzaba a escuchar la música, que me parecía distorsionada. Sentía que mis movimientos eran lentos, torpes, cansados; por más que trataba de poner aumentar mi energía, esta se quedaba atorada en mi pecho y no llegaba hasta mis extremidades. Afortunadamente, mientras avanzaba la música, todo se empezó a calmar, los pasos se veían más claros en mi mente, escuchaba mejor el ritmo y los cambios musicales, los brazos y las piernas me respondían cada vez mejor, mi respiración se relajó y pude sentirme de nuevo libre y eterna.

El grupo de danza duró unos cuatro años, hasta que la universidad y el trabajo empezaron a absorbernos cada vez más. La última vez que nos presentamos fue en el mismo restaurante de la grabación. La familia de Nuria nos organizó una pequeña cena en la que el lema era “Aún quedan muchas melodías por interpretar”.

También, ese día, fue la primera vez que llegué borracha a mi casa y, por más que lo intento, no recuerdo ni lo qué hice al llegar, ni el regaño de mis papas. Creo que ni siquiera en ese momento entendí lo que me dijeron. Solo sé que las cosas se veían borrosas, y todos los sonidos se mezclaban entre sí. Al día siguiente, bajé a desayunar con un terrible dolor de cabeza, peor que el que me dió con las puntas de ballet, la boca más seca que la que había sentido antes de cualquier presentación, y el estómago tan revuelto como si hubiera pasado la última hora dando vueltas en algún juego de feria.

Estudié arquitectura, pero jamás he ejercido. Cuando entré a la carrera, quería aprender todo de inmediato, entré a cursos de apoyo y me metí a todas las pláticas, conferencias, talleres y reuniones de estudio que encontré, pero perdí el interés muy pronto. A mitad de la carrera, entré a clases de pintura, y fui descuidando cada vez más las clases de arquitectura, hasta que, al fin, me dediqué por completo a pintar.

Apenas a inicios de año tuve mi primera exposición formal, después de más de seis años de estar buscando galerías, foros, exposiciones pequeñas, y de subir un montón de arte a internet. Al fin, pude tener una exhibición propia en un museo, uno pequeño, pero estaba segura de que, gracias a eso, lograría presentarme en lugares más grandes, más reconocidos y por más tiempo. Estaba feliz, y aunque la exposición duró solo un mes, fui a verla como veinte veces, antes de que la quitaran.

¿No la conoces? Se llamó “Memorias”, eran decenas de cuadros de momentos destacados de la vida de personas comunes. Dicho así suena un poco mal, pero lo que quería rescatar eran todos esos momentos que la gente suele guardar en la memoria, sean buenos o malos, algo que sientes que es imposible que puedas olvidar. Por ejemplo, uno de los cuadros era de una mujer frente a la tumba de su esposo, ella recuerda que, el día que su esposo cumplió un año de fallecido, fue a visitar la tumba y encontró una pequeña mariposa blanca justo sobre la palabra “amor”, que era parte del epitafio.

Otro, es el recuerdo de un niño, de lo feliz que se sintió cuando llegó su hermanito a casa, él me contó que, justo antes de que sus papás llegaran del hospital, escuchó una voz bajita que lo llamaba y, aunque ya estaba acostado, se levantó de un salto, y bajó las escaleras corriendo, dejando a su abuela confundida en la habitación, en cuanto llegó a la puerta, sus padres abrieron y lo primero que vio fue el rostro de su nuevo hermanito.

¡No! ¡Espera! Estoy segura de que si buscas la exposición la vas a encontrar, ¡por favor! Busca a Ricardo, se llama Ricardo Nava, busca a Nuria Rendón y pregúntale por el grupo de danza.

¡Te equivocas! Es imposible que todos mis recuerdos sean falsos. Yo vi al hijo de Carla, ha sido la única vez que me he planteado tener hijos, cuando lo vi y lo tuve entre mis brazos sentí como si todo el mundo solo tuviera sentido por él. ¡No puedes quitarme eso!

Habla con las personas a las que entrevisté para la exposición, yo lloré y reí con ellos, sentí sus historias como propias, por eso me interesaba tanto plasmarlas y poder hacer que el mundo las conociera. ¡No me puedes decir que estoy fingiendo lo que siento ahora! ¡Deja de decir eso! ¡No me mires como si fuera un simple objeto!

Por favor… solo dame más tiempo para poder demostrarte que mi vida es real… que yo soy real, por favor, no lo hagas, por favor…