Es la quinta vez que te marcan del mismo número en menos de cinco minutos. No sueles responder llamadas de números desconocidos, pero quizás sea una emergencia, tal vez Paulina necesita ayuda y, como siempre, no tiene crédito y decidió pedir un celular prestado.
–¿Bueno?
–Escucha, no vayas a colgar, por favor…
Tu corazón se detiene. Es tu propia voz la que escuchas del otro lado de la línea. Tratas de calmarte y asumes que es una broma de alguien que logró copiar tu voz con ayuda de alguna IA. Aún así, el parecido te incomoda. Cuando te recuperas, después de esos segundos que te parecen eternos, y de no haber puesto atención al resto del discurso, cuelgas la llamada.
Le cuentas a Paulina lo sucedido y te abraza para tranquilizarte. Aunque todavía te incomoda el contacto físico, sabes que ella se siente mejor después de apapacharte y la dejas hacerlo. El resto del día, te concentras en otras cosas, pero, al dormir, no puedes evitar darle vueltas a ese asunto y pasas la noche en vela.
Al día siguiente, recibes más llamadas del mismo número, lo buscas en internet, pero no hay información al respecto, nada que diga que se trata de algún fraude o algún tipo de estafa, de esas que se están volviendo cada vez más comunes.
Bloqueas el número y, con el paso de los días, olvidas lo sucedido.
Una noche, mientras ayudas a Paulina a comparar precios de hoteles para el viaje que está planeando hacer con unas amigas de su trabajo, tu teléfono vuelve a sonar, una llamada perdida tras otra. Recuerdas de inmediato lo que pasó unos días atrás, te sientes mareada, confundida, no eres capaz de moverte, mientras el teléfono sigue sonando una y otra vez.
–¿Quieres que yo responda?
Logras escuchar a lo lejos esa voz que te devuelve al presente, enfocas la mirada y ves a Paulina con tu teléfono en la mano. Asientes lentamente y ella contesta la llamada.
–Qué raro, colgaron. Bueno, igual y piensan que el número ya no es tuyo y dejan de molestar, de todas formas creo que es mejor bloquearlos.
Los sábados, sueles salir a correr a Viveros, porque está muy cerca de la casa en la que estás viviendo, te gusta ver el lugar lleno de vida: las personas haciendo yoga, los niños jugando, los clubes con sus actividades semanales, los novios paseando abrazados, gente fotografiando la naturaleza. Ir ahí te relaja y te hace sentir animada por el resto del día.
Empiezas haciendo estiramientos, mueves la cabeza, los brazos, el tronco, las piernas, haces algunas respiraciones profundas cerrando los ojos mientras inhalas y, después de exhalar, los abres. Estás segura de haber visto algo detrás de ese árbol, estás segura de haber visto tu rostro detrás de ese árbol. Le mandas un mensaje a Paulina pidiéndole que te vea ahí, le cuentas lo que acabas de ver, le dices que viste un rostro (no le comentas que era idéntico a ti), y que crees que alguien podría estarte siguiendo.
Ella y Armando llegan de inmediato, Paulina te abraza y te regala un dulce, de esos que siempre tiene en su bolsa y que la ayudan a sentirse más tranquila.
–Todo va a estar bien, ¿quieres que te llevemos a la casa? Puede ser que solo le hayas parecido linda y por eso se te quedó viendo. Seguramente, cuando vio que te asustaste se dió cuenta de lo raro de su comportamiento y decidió irse.
Paulina es demasiado inocente, tú no puedes sentirte tranquila después de que hace cinco años, cuando viajabas en metro, un señor casi te lleva a la fuerza. Por más que gritabas y tratabas de soltarte, nadie te creía; él le decía a todos que tú eras su hija y que te estaba llevando de regreso a casa porque te atrapó “yéndote de pinta”. Tuviste suerte de encontrar un grupo de jóvenes muy cerca de los torniquetes, que no dejó que el señor avanzara hasta que pudieran corroborar su historia. Al sentirse acorralado y cada vez con más gente llegando a ver la escena, te dejó libre y se fue corriendo. Por más que buscaron a un policía, nadie apareció y jamás supiste qué pasó con él.
Pasaste tres años en terapia, tratando de superar ese hecho. Durante el primer año no saliste para nada, en cuanto te asomabas a la puerta, tu cuerpo se paralizaba y no eras capaz de dar un paso más.
Ahora, con la vida post-pandemia todo es más simple cuando no quieres salir, pero en ese entonces aún era difícil encontrar muchos servicios a domicilio. Además, apenas llevabas unos meses viviendo por tu cuenta y no querías que tus padres se enteraran de lo que te había pasado, no podían saber que habías perdido tu primer año en la universidad, ni que sobrevivías solo de lo que Paulina te llevaba de comer.
Al final del año, cuando al fin pudiste cruzar el umbral, te mudaste con Paulina, ella te ayudó a superar poco a poco el miedo y, aunque aún no puedes usar el metro y, la mayoría de las veces ella te acompaña a donde tienes que ir, has podido empezar a recuperar tu vida.
Paulina es de esas personas que siempre tratan de ver algo bueno en los demás y, aunque estás agradecida por todo el apoyo que te ha brindado, no puedes entender cómo es capaz de ser tan entregada con los demás, con sus amigos, con sus papás, con Armando… aunque no todos lo merezcan.
Cuando llegan a la casa, le dices a Paulina que no se preocupe, que retome su cita y que ya te sientes mejor, pero ella insiste en quedarse y los tres pasan el resto de la tarde viendo películas.
Un mes después, Paulina se va unos días con su novio. Hace mucho que no pasas tanto tiempo sola y tratas de llevarlo lo mejor posible. Durante el día, es más sencillo estar tranquila, avanzas con tus tareas de la escuela, pones música o una película de fondo, juegas en la computadora o con tu celular, y, al fin, usas todas esas cremas que compraste “para empezar la rutina de skincare” y que, después de un uso, acababan al fondo de un cajón; sin embargo, en las noches, te llenas de ansiedad, cualquier ruido hace que tu corazón se acelere, revisas una y otra vez los cerrojos y las cámaras; desde que empieza a oscurecer, mueves la mesa o un par de sillas hacia la puerta principal, para evitar que alguien abra, y duerme con el gas pimienta a los pies de la cama y con objetos que puedes lanzar en caso necesario.
Al tercer día, entra una videollamada de Pau. No respondes enseguida, te parece extraño que no te haya llamado de manera normal, o que no te haya enviado primero un mensaje. Además, Armando y ella habían ido a un campamento a la Marquesa y era muy difícil encontrar buena señal en la zona. “¿Y si me dice que van a ir a otro lado y que va a tardar más en regresar? No, no creo, mañana tiene trabajo y ella no suele faltar solo porque sí… Puede ser que otra vez se haya peleado con Armando, ¿y si él se fue y ella ya no encuentra la forma de regresar?”
Aceptas la llamada, te alistas para escuchar el desahogo de tu amiga y buscas el número del taxi de confianza, para llamarlo pronto, pero en cuanto notas el video te quedas sin aliento, tus músculos se petrifican, de nuevo eres tú, tú estás del otro lado de la videollamada, en la misma habitación, con la misma ropa y en la misma posición en la que te encuentras en este momento.
–Lo siento, pero necesitaba comunicarme contigo –dice la otra tú, que está en la pantalla–. Presta atención, por favor y ya no me cuelgues. Estás en peligro, necesitas irte de esa casa. Vuelve con tus padres, deja la escuela, haz lo que tengas que hacer, pero sal de ahí.
Apenas logras entender lo que dice, sientes la cabeza pesada, te preguntas si te quedaste dormida sin darte cuenta. Es obvio que todo es un sueño, la ansiedad está haciendo que tengas pesadillas otra vez, buscas sentirte y reconocer tu cuerpo en la cama, cuando despiertes todo va a estar bien.
–Yo sé que es difícil asimilar esto, pero no quiero volver a pasar por lo mismo. Si logro salvarte… salvarnos, todo habrá valido la pena, por favor, ¡escúchame!
Despiertas bañada en sudor, con lágrimas en los ojos y con un dolor de cabeza espantoso. Te cuesta levantarte, sientes tus piernas y brazos pesados, como si algo te tuviera atada a la cama, no es como la parálisis del sueño, porque sí logras moverte, pero es como si cada célula de tu cuerpo pesara diez veces más.
Paulina abre la puerta de tu habitación en cuanto escucha que estás despierta.
–¿Qué te pasó? Te encontré desmayada sobre la computadora, hasta le llamé al del 502 para que viniera a revisarte. Me dijo que tenías todos los signos bien, pero que si no reaccionabas en unos minutos lo mejor era llevarte al hospital, por suerte ya volviste, deja le aviso, para que entre a checarte...
–No te preocupes… estoy bien –dices con un hilo de voz–. Creo que ya estaba medio dormida cuando entró tu llamada y supongo que simplemente me desvanecí en el teclado.
–¿De qué hablas? Te dije que allá no había señal. ¿Estás segura de que no quieres que te revisen? Te ves muy mal.
Te levantas haciendo uso de toda tus fuerza y te diriges al espejo más cercano, tienes el cabello enredado y marcas de lágrimas secas en las mejillas, que tienen un color rojo intenso.
–Tal vez me estoy enfermando, ya ves que desde el COVID me pongo muy mal con cualquier gripe. Perdón por asustarte, creo que lo mejor es que las dos vayamos a dormir. ¿Te fue bien en el campamento?
Aunque todo haya sido un sueño, decides tomarte un tiempo libre de la tecnología, apagas la computadora, el celular y la tv de tu habitación y los guardas al fondo del armario. “Cuando todo mejore, los vuelvo a sacar”.
Los siguientes meses pasan sin novedad. En noviembre, invitas a tus padres a Xochimilco a ver el recorrido de La Llorona y acompañas a Paulina y a Armando a ver las ofrendas de la UNAM, para hacerla sentir un poco mejor de que, al final, tuvo que cancelar su viaje a la playa. En diciembre, decides ir sola a ver el árbol de navidad del Zócalo y a comprar adornos para tu pinito.
Con la llegada del año nuevo, te planteas la posibilidad de volver a mudarte sola. Ya te sientes mucho mejor de aquel encuentro en el metro y, desde que no usas nada de tecnología, no has tenido más alucinaciones. Lo único que extrañas, es poder hablar con tus papás, pero tal vez, ahora que ya estás a punto de salir de la universidad, puedes encontrar algún departamento cerca de ellos. Además, es claro que Paulina y Armando están haciendo planes para mudarse juntos y lo que más los detiene de hacerlo, eres tú.
En abril, empiezas a ver opciones de departamentos. Todavía no le cuentas a Paulina, porque aún no te sientes decidida, una parte de ti no quiere irse, no quiere estar sola de nuevo ni quiere dejar sola a Pau, pero te convences de que, en cuanto consigas el lugar adecuado, todas las dudas se disiparán.
Caminas por la colonia vecina a la que creciste, esa zona todavía es muy familiar para ti, a pesar de que no has ido en varios años. Aún está la misma papelería de la esquina y la misma tiendita al lado, aunque ahora hay un Oxxo en la calle siguiente, también reconoces el parque cerca de la avenida y las pilas de departamentos, ahora con propaganda y plantitas en las ventanas, que estaban en construcción cuando te mudaste.
Anotas los números de algunos lugares con el letrero de “Se Renta” y te diriges hacia el parque para descansar un poco, después de dos horas de andar por los sitios cercanos en busca del sitio ideal.
“Y ahora, ¿cómo le voy a hacer para llamar?” Te preguntas justo antes de observar un teléfono público medio maltratado cruzando la esquina, sacas algunas monedas de tu pantalón y te diriges al sitio con las notas en la mano.
No da tono. Buscas con la mirada algún otro teléfono cercano, pero no logras encontrar ninguno, te sientes frustrada, ¿cómo vas a vivir sola si ni siquiera te sientes lista para volver a usar tu celular?
Vuelves agotada a la casa de Paulina, te diriges a la habitación y enciendes tu celular. No tiene señal. Claro, la compañía quita el número después de un tiempo de inactividad. Necesitas un chip nuevo.
Sabes que en el metro cerca de donde vives hay una pequeña caseta en donde venden chips de distintas compañías, ni siquiera tienes que entrar, está antes de los torniquetes, pero en todo este tiempo no has vuelto a poner un pie en ninguna de las estaciones, ni siquiera en los escalones. Aún así, es la mejor opción si quieres conseguir señal para tu celular antes de que termine el día.
Llegas al metro y sientes que las piernas te tiemblan como si hubieras usado la bicicleta por varios kilómetros, te cuesta mantenerte de pie y tienes que sujetarte con ambas manos del barandal, empiezas a ver borroso y te cuesta respirar, pero estás decidida a entrar a pesar de todo.
Regresas corriendo a tu habitación, ya con el chip en mano. Lo colocas en tu celular y de inmediato te llegan cientos de mensajes en whatsapp, aunque ni siquiera hayas registrado aún el nuevo número.
Lees los mensajes, el remitente no tiene foto de perfil y como nombre de usuario solo dice “Vive”. Recuerdas que los graffitis cercanos a tu casa son firmados por alguien con el apodo de “El Muerto” y te parece una divertida casualidad.
Los primeros 50 mensajes son un “hola” detrás de otro, ningún cambio, ningún emoji extra, simplemente una cadena de holas que llenan toda la pantalla.
Mensaje 51: Necesito hablar contigo
Mensaje 52: Por favor, no he podido comunicarme de ninguna manera
Mensaje 53: ¿Cuándo vas a encender de nuevo ese aparato?
Mensaje 54: Lamento haberte asustado en la llamada, pero necesito que me escuches
Los siguientes son todos los stickers que tenías guardados en el celular, uno tras otro, exactamente en el orden en el que los encontrabas siempre que buscabas alguno.
Mensaje 107: Me alegra que estés buscando un nuevo sitio, puede ser que ya no sea necesario todo esto
Mensaje 108: Me encanta que estés en casa de tus papás, ya pronto conseguirás algo ahí y no tendrás que volver nunca a donde vive Paulina
Mensaje 109: Yo sé que es frustrante lo del teléfono pero, ¿no crees que estás exagerando? Puedes llamar desde casa de tus papás, o comprar un nuevo celular, no es necesario que vuelvas allá.
Mensaje 110 - …: ¡Sal de ahí!
Los mensajes siguen llegando tan rápido que no eres capaz de leer cada uno, aunque sabes que todos dicen lo mismo.
Paulina tenía que haber regresado desde las siete, pero aprovechó la renovada comunicación contigo para avisarte que había salido con unos compañeros del trabajo y que llegaría pasada la medianoche.
A las diez, después de cenar y de pedir información de las rentas, te preparas para bañarte. Aunque te sientes ansiosa por los mensajes que recibiste hace unas horas (y que seguirían llegando de no ser porque archivaste y silenciaste la conversación), te obligas a seguir tu día normal, después de todo, es lo que necesitas para poder vivir sola de nuevo.
Llevas poco más de cinco minutos en la regadera cuando escuchas que el tono de whatsapp empieza a sonar una y otra vez, son tantos mensajes, uno detrás de otro, que la música se pausa en seco y ya solo se escuchan las continuas notificaciones. Los mensajes se detienen, la música se reinicia y la puerta se abre. “Creo que Paulina no encontraba sus llaves, ojalá hubiera visto los mensajes, qué bueno que ya consiguió entrar”.
La música sigue sonando, no llegan más mensajes, el agua de la regadera cae sobre tu cuerpo, hasta que Paulina te encuentra.
Tienes cinco impactos de bala repartidos entre la espalda y la nuca. El único que tiene llaves de la casa, además de ustedes dos, es Armando, que no responde llamadas, no ha regresado a su casa y no ha ido a trabajar desde hace dos días.
Paulina llora desconsolada en tu funeral, la noche anterior a tu regreso, ella y Armando habían tenido otra pelea, él la golpeó y ella lo terminó. Armando pasó todo el día tratando de llamarla y mandando mensajes, primero de disculpas, luego, lentamente, fueron tomando un tono más amenazante.
Después de un par de semanas, la policía deja de buscar al culpable. Paulina se muda de estado para tratar de estar un poco más segura, cambia su número y cierra todas sus redes sociales.
Mientras tanto, el celular de una mujer en Puebla comienza a sonar una y otra vez. Una, dos, tres, cinco, diez, quince llamadas perdidas, hasta que al fin responde.