“Clases en sábado… ¡y a las ocho de la mañana!” me digo cansada, mientras lentamente subo las escaleras para llegar al andén del metro Guerrero.

Me detengo a mitad del andén, en ese lugar que, tras tanto tiempo, siento casi como un sitio sagrado, en donde sé que es seguro que se detendrá la puerta. Volteo a ver hacia ambos lados, el andén está más vacío que el resto de los días. “Bueno, tal vez alcance lugar, al menos eso compensaría un poco todo esto”. Sin pensarlo, reviso la hora en mi celular.

─ 6:50, probablemente llegue muy temprano a la escuela, espero que el metro no tarde mucho, así podré bajar en CU y tomar el “Puma” desde ahí hasta la Fac.

Algunas personas empiezan a desesperarse, a mirar insistentemente sus relojes, el túnel, el resto del andén, de nuevo los relojes, al policía de la estación y nuevamente al túnel por el que debería llegar al metro. Miro el reloj del andén.

─ ¡7:15! ¡No ha pasado en más de quince minutos, y quién sabe cuánto tiempo más se tarde! ¿Pero qué pasa en la línea? Nadie dice nada y el metro no llega… supongo que a este paso no llegaré tan temprano como esperaba…

Mantengo mi atención fija entre el reloj de la estación y el túnel, esperando que en cualquier momento aparezca nuestro esperado transporte.

Poco tiempo después, aparecen las luces delanteras y escucho ese sonido característico de su llegada. El tren pasa rápidamente frente a mis ojos y de pronto noto algo raro: las luces de los vagones medios están apagadas y adentro está tan oscuro que no alcanzo a distinguir el número de personas que viaja en él. Las puertas se abren lentamente y, al recordar la hora, decido que lo mejor será subir en ese vagón.

Con la poca luz que entra desde el andén, me percato de que todos los lugares están ocupados, camino desilusionada hacia la puerta opuesta para sostenerme del tubo, esperando que alguien baje en las próximas estaciones. Saco mi celular y mi desilusión aumenta al darme cuenta de que no traigo mis audífonos. Las puertas se cierran y, antes de guardar de nuevo mi teléfono en la bolsa, rectifico la hora: diez minutos antes de la marcada por el reloj del andén.

El tren avanza a paso lento, un rayo de luz ilumina a una sola persona, sentada en el último asiento del vagón: un joven dormido plácidamente.

Lo observo con mayor detenimiento, es alto y delgado, tiene ropa negra, semi elegante, pero un poco descuidada, en su mano derecha tiene un anillo de plata con forma de antifaz. Verlo me produce escalofríos, pero no logro apartar mi mirada de él. Distingo una increíble cantidad de cicatrices que marcan su blanquísima piel, y un intenso color morado que enmarca sus ojos. Parece enfermo.

La puerta del vagón se abre y el ruido me provoca un sobresalto, la gente entra y sale sin darle importancia a la falta de luz. ¿Será que todos hacen su recorrido tan mecánicamente?

El tren retoma su curso, la escasa luz se pierde, pero ni así puedo apartar la vista de ese joven que llamó mi atención, trato de enfocarme en escuchar alguna de las conversaciones de las personas cercanas, pero nada me aparta de él.

Se escucha un rechinido y el tren se para en seco, provocando un fuerte movimiento y el desequilibrio de los que viajamos a pie, algunos se quejan y maldicen, pero la mayoría sólo exhala y sigue en lo suyo, de nuevo el metro se quedó parado, es algo tan cotidiano que nadie parece prestar atención.

Un espasmo de adrenalina recorre todo mi cuerpo, siento como si algo helado se formara dentro de mí y, sin saber por qué, mi cuerpo empieza a temblar.

Intento tranquilizarme, sin éxito, aún con la mirada fija en el joven sentado al fondo del vagón. Por los altavoces se escucha la voz del conductor: “En un momento reanudaremos la marcha, gracias por su atención”

Siento que estoy a punto de desmayarme, mis músculos están totalmente paralizados, trato de ver la ventana en busca de un poco de luz, aire, movimiento, lo que sea que calme esta ansiedad, pero un impulso me hace regresar y, sin querer, veo sus ojos.

Tengo que dejar de mirarlo, volteo, regreso, volteo, regreso… Me ha visto, sabe que lo he estado observando todo este tiempo, ya no hay vuelta atrás. Me sostengo del tubo con todas mis fuerzas sin saber qué hacer, tratando de evitar a toda costa esa penetrante mirada.

Él se levanta y camina hacia mí, pareciera que nadie más nota su presencia, pasa al lado de las personas sin rozarlas siquiera. Me acorrala contra la puerta. Siento mi corazón latir con más fuerza y me cuesta mantener un ritmo normal en la respiración, me esfuerzo por evitar su mirada. Tomo mi celular y clavo mis ojos en la pantalla como si mi vida dependiera de ello, pero no logro mantenerme firme por mucho tiempo.

Siento como si algo me obligara a alzar la vista, lucho contra esa sensación tanto como puedo, pero al fin, veo sus ojos. El miedo se hace aún más intenso, sus ojos son totalmente oscuros, vacíos, sin alma… sin vida, no puedo dejar de observarlos, aunque siento que estoy a punto de desvanecerme. ─ No te acerques…─ Alcanzo a pronunciar con un hilo de voz mientras siento el brusco movimiento que indica que el tren ha reanudado su marcha.

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7:20, el tren llega a la estación Juárez, la gente entra y sale apresurada, Una niña encuentra un celular roto en el suelo, cerca de un tubo al lado de la puerta. El tren avanza y, al fondo, se ve a un joven en el último asiento, dormido, con una media sonrisa en el rostro y con un anillo en forma de antifaz cubierto de sangre.