El bombardeo llegó desde todos lados, de los balcones empezaron a surgir municiones improvisadas llenas de cualquier líquido que hubiera a la mano.
Los gritos se hacían cada vez más fuertes y las voces se perdían entre todo el odio que se producía.
Nadie trataba de detener esa injusticia, su castigo era peor que el del criminal más buscado.
En medio del llanto y la impotencia, ellos decidieron salir corriendo, para no regresar nunca más.
Las calles quedaron empapadas de sangre y suciedad, y justo en el momento en que vieron el camino vacío, los habitantes gritaron de júbilo, mientras lanzaban a la nada las últimas municiones y aplaudían efusivamente en señal de triunfo.
El arrepentimiento llegó meses después, de la mano de la muerte, que al ver la ciudad tan desolada, se dio cuenta de que era el momento oportuno para actuar.
Las personas perecieron, una tras otra, en las casas, en las calles, en los parques, en las escuelas… Nadie estaba a salvo del implacable brazo de la muerte.
Y claro, ella aprovechaba el camino libre que le habían dejado, después de todo, meses atrás, los necios pobladores habían corrido hasta el último enfermero del lugar.